martes, 27 de marzo de 2007

LENGUAS (DIECIOCHO JÓVENES CUENTISTAS CHILENOS) (Carlos Labbé compilador)


"Nuestra lengua realista, a diferencia de la mímesis aristotélica, el espejo stendhaliano o el paradigma cinematográfico, no siente placer solamente con la perspectiva del exterior de las cosas, sino también con aquello difícil de ver y oír que es lo que está vivo; tan sangrante y putrefacta como cálida, aromática puede ser la mezcla de la voz interior de los narradadores con una serie de eventos y observaciones objetivas, solamente una de las cuales corresponde al discurso oficial de la Historia, que tanto le gusta cofundir con novela a algunos narradores de mi edad. Luis Valenzuela, en otro email, me aseguraba que para él nuestras lenguas literarias eran pornográficas en su devoción por el detalle. ¡Pero si las lenguas no tienen ojos! Los cincuenta y un cuentos que compilé en este libro tienen en común, en efecto, que son aproximaciones discursivas, minuciosas y concisas al conflicto. Vislumbres más que máquinas perfectas para leer de una sola sentada".

3 comentarios:

Anónimo dijo...

El siguiente es el segundo texto leído en la presentación de este libro, el día lunes 9 de enero de 2006 a las 20:40 horas en el Bar Thelonious, Bellavista, Santiago.
 
De los dieciocho escritores que firman Lenguas (Dieciocho jóvenes cuentistas chilenos) sólo conozco a Carlos Labbé, por lo que no descarto la posibilidad de que esta antología sea, en realidad, una estudiada y efectiva trampa. No digo que Labbé haya llevado demasiado lejos aquello de inventarse amigos imaginarios, pues entiendo que algunos de los escritores incluidos en Lenguas están ahora en esta sala, celebrando, vaso en mano, la buena noticia que supone la aparición de este libro. Me niego a pensar que la simpatía por ciertas tramas ha llevado a Labbé a convencer a personas reales para que hagan, esta noche, de Virginia Berner o de Ana Harcha o de Matías Valdivia o de Joaquín Cociña. Aunque, bien visto, el asunto podría ser aún más complicado: el protagonista de uno de los relatos aquí compilados -escrito por Claudia Apablaza, aunque, a estas alturas, ya no sé qué pensar- es un viejo que para vengar la memoria de su mujer, una escritora a la que nadie quiso publicar, reúne, valiéndose de una vaga excusa, a diez escritoras que sí fueron publicadas: su verdadero propósito es encerrarlas en un cuarto y entonces soltar la llave del gas. Quisiera no pensar que Labbé, en complicidad con Juan Carlos Sáez (a quien, hasta ahora, tenía por un buen amigo), nos invitó a este bar con el oscuro propósito de liberar la llave del gas y dejarnos adentro hablando de su libro. La estrategia de atribuir aquel cuento a "Claudia Apablaza", una supuesta escritora de 26 años, que, para más señas de verosimilitud, habría ganado varios premios y habría trabajado en la editorial Lom, bien podría ser la pista falsa de una tenebrosa broma literaria.
        No sé si Lenguas es el libro fingido de un lector de Fernando Pessoa o si, por el contrario, constituye el sorpresivo y auspicioso debut de un grupo significativo de escritores chilenos. Me quedo, por ahora, con esta segunda posibilidad, que es más tranquilizadora, sin olvidar, por cierto, que incluso si se tratara de voces fingidas, Labbé -o esa persona que se hace llamar Carlos Labbé- ha sabido fingir convincentemente esas voces, pues suenan distintas y hasta contrapuestas, y se unen sólo en la medida en que comparten una idea nada ingenua de la literatura; en los cincuenta y tantos cuentos de la serie, prevalece la convicción de que no se escribe para confirmar ideas o valores previos, sino para arrinconar y explorar los aspectos menos seguros de la vida. Dicho de otro modo, los relatos de Lenguas me han recordado ese poema donde John Ashbery propone comprender la vida como un libro cuya lectura alguien ha abandonado.
        En el prólogo de Lenguas, Carlos Labbé enfatiza la necesidad de combatir un sistema literario tan orgulloso "de ser Poesía y de ser Chile"; entiendo que se refiere a aquella asfixiante seguridad que suele atolondrar a los escritores jóvenes, tanto a los poetas como a los narradores. La leyenda dice que en Chile los poetas tienen derecho a la impunidad, al mito y a no pagar la consumición, mientras que a los narradores se les tolera que conciban tediosos árboles genealógicos y que se envanezcan de haber superado la barrera sicológica de las doscientas páginas. Los escritores de Lenguas, afortunadamente, no se alistan de antemano en estos bandos, es por eso que escasean, en este libro, las odiosas seguridades, o al menos éstas no se traslucen en los textos: no escriben para confirmar las expectativas de nadie.
        Más allá de la lógica de los balances, atiendo al gesto de ordenar los cuentos según el criterio alfabético, es decir, a relevar los textos por sobre los autores, como si se tratara de ese libro de heterónimos al que he aludido. Leídos así, prescindiendo de los nombres, resulta un libro importante, de rara consistencia, del que recuerdo, ahora, algunos momentos cruciales: los diálogos certeros, acendrados en la experiencia, entre una niña precoz y una joven muy incómoda; la conmovedora serenidad de la mujer que observa, desde una torre, el espectáculo de su propia vida; la bóveda donde elige internarse Lisboa, una mujer que quisiera estar con Montevideo, su novio, pues sólo cuando Lisboa está con Montevideo siente que es, verdaderamente, Lisboa; el saludable distanciamiento de un escritor que decide si su esposa es Virginia Woolf o Alfonsina Storni; la voz nítida y reacia de alguien que celebra que en Chile todos seamos o alcohólicos o abstemios; la posibilidad de que el rostro de Balzac impreso en la solapa de un libro corresponda, en realidad, al de Héctor Hugo Bravo, el gordo Bravo, para más señas; el llanto del Rey Lear recordando la traición de sus hijas en la cordillera de Nahuelbuta; o aquel cuento que comienza como en cierto modo empiezan todos los cuentos: "Lo primero que debiera dejar en claro es que no soy lo que ustedes piensan".
        Ya termino: hace algunos años el poeta Andrés Anwandter afirmó que, para él, el problema de la página en blanco era, en realidad, el problema de la página en negro; escribir, decía Anwandter, no es llenar páginas vacías, sino borrar pedazos de páginas ya escritas, hasta encontrar, quizás, bajo la zona raspada, un poema, un relato, una novela o, también, la invitación a seguir participando. La mayoría de los escritores aquí compilados parecen buscar esos espacios en blanco que hay en la página negra: capturan o intentan capturar la resonancia de las historias ajenas en las palabras propias, conscientes de que incluso la experiencia más íntima suele fugarse al patio de al lado. Es por eso, acaso, que en uno de los mejores momentos de Lenguas, alguien se lamenta de que las buenas historias, las historias que no nos dejan dormir, no provengan de nosotros mismos. Eso es: los escritores de Lenguas leen esas historias ajenas que no los dejan dormir hasta que consiguen volverlas historias propias, mensajes oscuros y decisivos encontrados a fuerza de raspar en la superficie del papel.

Anónimo dijo...

El siguiente texto es uno de dos que se leyeron en la presentación del libro. Lunes 9 de enero de 2006, a las 20:34 horas. Bar Thelonious, Bellavista, Santiago.
 

I

Según el diccionario y nuestra experiencia cotidiana, la palabra lengua posee variaciones de diverso talante: por un lado es aquel músculo carnoso, degustativo y erótico de los seres animales, y por otro corresponde a lo que conocemos como el idioma de cada nación; esto es, la lengua nacional y sus no siempre notadas diferencias periféricas.
        Las teorías estructuralistas nos enseñan (a algunos) la división entre esa lengua y el habla natural; sin embargo, las teorías que les siguieron nos enfrentan a una discusión en andas: aquella del suplemento, lo que podemos extender y desarmar de las entidades no siempre fijas del diccionario.
        Pero no es esta la ocasión para hablar de la teoría y sus devaneos. Más bien quisiera referirme a las posibilidades de estas lenguas: si ponemos atención al cambio de número del sustantivo es posible entonces iniciar aquí una travesía sobre el lenguaje, la ficción, el cuerpo y los precarios límites entre lo táctil y lo imaginado.
        Entre los cincuenta y dos relatos de Lenguas (dieciocho jóvenes cuentistas chilenos) nos encontramos de frente con las acepciones ya contadas: una mirada intensa y trabajadamente oculta sobre las posibilidades de una prosa que paulatinamente se abre a la transgresión genérica por medio de una secuencia de escenas cuya gracia es no corresponder del todo al mismo montaje: una mirada al entorno (ajeno y propio) que se aleja y acerca llevando al extremo las posibilidades de una cámara subjetiva.
        Hablamos de miradas del mundo, que no es lo mismo que imitación de éste. Vuelvo a la solapa de esta compilación, que refiere una parte del prólogo, y que señala sin timidez un alejamiento de la mimesis aristotélica, lectura de la cual difiero. Regreso entonces a la propuesta aquella de la imitación de acciones, que más que acciones -Aristóteles dixit- es de palabras. Lenguas, entonces, me propone un acercamiento al hombre y el órgano en cuestión, a las circunstancias expendidas por acontecimientos variablemente históricos, pero sobre todo, variablemente subjetivos y variablemente posibles de la lengua literaria.


II

        Los relatos de este libro presentan, particularmente para la crítica, una referencia a la tradición cuentística chilena, cuyo antecesor internacionalmente célebre es Cuentos con walkman de Alberto Fuguet y Sergio Gómez, publicado en los años noventa. En dicha antología aquellos cuentistas (esos, y no todos), entonces menores de veinticinco años, nos proponían una mirada algo universal y maqueteadamente post del supuesto realismo mágico que, también supuestamente, caracterizaba la escritura latinoamericana.
        En dicha época tanto los autores de Lenguas como quien escribe éramos adolescentes en un anhelado Chile nuevo, cuyos recovecos aún nadie percibía. Pasada más de una década nos encontramos ante, con y en una interesante vuelta de tuerca a esas escrituras ya lejanas y canónicamente antiguas, en tanto esa prosa se hacía parte no sólo de una pequeña y arbitraria muestra de la escritura chilena de los noventa, donde los otros géneros se debatían en los pisos inferiores de la fama, sino que también se hacían intencionalmente parte del supuesto discurso posmoderno que habíamos adquirido de un día para otro, identificándose ingenua y célebremente con los productos del mercado.
        Por esta razón, y parafraseando al novelista y crítico argentino Juan José Saer, si aceptamos que la narrativa parece a veces ser la actualidad más atrasada de la literatura, podemos comprender que durante algún tiempo y para muchos de esos autores la distancia entre la funcionalidad de las palabras y el objeto borrado pareció entonces una buena y liviana manera de comprender un país que despertaba del letargo.
        No significa esto que es que en estos cincuenta y dos relatos no nos encontremos con esos fantasmas, debilidades y suspicacias. Es sólo (lo que no me parece poco) que ese convencional pragmatismo aquí ha sido pensado y reelaborado desde una premisa clara hace ya más de un siglo: la lejanía entre el sujeto y el objeto, más claramente la distancia entre naturaleza y artificio, artificio y realidad, realidad y ficción. Esa lejanía donde no cabe la pretensión de originalidad, donde -en términos plásticos- la retícula y la imagen fotográfica sólo pueden ser repetidas, en sus innumerables e inacabadas variaciones, a cargo de la prolijidad y la paciencia del narrador que es capaz de mirar detenidamente las trampas y salidas de la prosa.


III

Si bien la pretensión suele ser una de los mayores peligros de quien escribe (y uno de los mayores deleites de un crítico enfadado), creo que en Lenguas dicho adjetivo cabe sólo a un par de relatos y a las biografías de cada uno de los autores, que si bien pueden ser un juego o una intencionada paráfrasis de identidad, me resultan golosos e innecesarios.
        Me quedo entonces con parte de los cuentos. Éstos parecen ordenados de manera aleatoria, sin embargo corresponden a una eficaz secuencia temática que somete al lector a distintos lugares de la intimidad, la melancolía y el silencio de voces alternas. Voces y lenguas de una realidad a ratos intestinal, dolorosa, huérfana, dulce e infinitamente literaria y escénica donde no hay ningún héroe en andas ni ningún padre desesperadamente oculto e idealizado. Esa que en "Diez cosas que nunca has hecho", de Virginia Berner, sorprende por sus hermoso tintes claroscuros, y que también destacan en la perfección dramática, la relación metonímica y la fuerza discursiva de los relatos de Ana Harcha, particularmente "La parvularia que cuenta cuentos".
        Otros relatos manejan con destreza la contención, la ironía, el silencio y la autorreflexividad, como "Los amigos célebres" de Paula Dittborn, y las notables "Nueve fábulas automáticas" de Carlos Labbé, que bien pueden acercarse a una posible poética ficcional del volumen, así como potencialmente puede serlo "Los aparatos" de Daniel Reyes León.
        Cuerpo, ficción, recuerdo y distancia se congenian en otros dos disímiles relatos, como el copuchento e irónico "Los hoyitos" de Luis Valenzuela, y esa evocación melancólica al diario íntimo que resulta ser "Por mi bien" de Amelia Bande. También las ocultas perversiones (de las que está llena este libro), como sucede con "Soy absolutamente feliz" de Joaquín Cociña, o "Las diez víctimas de Nason" de Claudia Apablaza.
        Por último, no puedo dejar de referirme a esa tentadora e inequívoca fábula de Mónica Ríos, quien (como varias de las autoras acá incluidas) en "La pasión de los hombres" logra hacerme olvidar la redundante y aburrida tachadura de lo que es la escritura femenina.
        Finalmente y, en estricto rigor, no creo que Lenguas represente a cierto tipo de jóvenes ni a una identidad perdida, ni menos a LA literatura chilena de comienzos de siglo, por lo cual me parece un lugar más que alentador para leer dieciocho particulares autores, sus estéticas y sus relatos.

Anónimo dijo...

Irregular podría ser la palabra que definiera este conjunto de textos, porque si bien hay magnos aportes a la narrativa actual y pueden vislumbrarse autores que seguramente darán que hablar a futuro, hay otros cuentos que simplemente no logran estar a la altura, resultando sobrantes en esta antología dedicada a escritores jóvenes.
Virginia Berner, Fernanda Montesí y Carlos Labbé, por mencionar a algunos autores destacados, tienen menos de treinta años como la mayoría de quienes integran el presente volumen y ya demuestran una sobrada madurez y oficio en el noble arte de la concisión, logrando atrapar al lector en una maraña, ya sea sexual, genérica, tecnológica o pop, que no lo dejará indiferente. Este libro es una invitación a una montaña rusa con más aciertos que sinsabores, logrando además la ventaja de ser propositiva, pues muestra a un cúmulo de voces o lenguas que logran instituirse como una narrativa alterna, fresca y colorida dentro del panorama literario nacional.